sábado, 20 de junio de 2009

Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer

"Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer" (Jn 17,26), dijo en oración Jesucristo al Padre. Cuando tratamos acerca del conocimiento de Dios nos movemos en un terreno en el cual toda sabiduría humana, todos nuestros esfuerzos y todas nuestras investigaciones no sirven para casi nada. Nuestra mente no puede abarcar al Dios de los cielos y de la tierra; por más que corramos, nunca alcanzaremos al que es infinito; como mucho, lo más que podemos hacer es asomarnos a las puertas del Misterio, impenetrables para nosotros. Nadie que no tenga la mente de Dios puede conocer a Dios. Por tanto, esto excluye en principio a todos los hombres menos a uno: Jesucristo, Dios y hombre. De esta manera, también podemos decir que si alguien quiere conocer a Dios debe poseer la mente de Cristo. De hecho, nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (cf. Lc 10,22). De esta afirmación sacamos varias conclusiones: ¿Es posible alcanzar ese conocimiento? Sí. ¿Cómo? Por gracia. ¿Dónde? En Cristo.

Los misterios, secretos, maravillas y profundidades del conocimiento de Dios se encuentran en Cristo disponibles para nosotros. Conocer a Cristo es abrirnos a la inagotable riqueza de los tesoros divinos. Pero más que alcanzarlos se trata de dejarnos alcanzar por él; más que poseerlo, es dejarnos poseer por él; más que comprenderlo, supone dejarnos iluminar por él. No podemos conocer a Cristo "a lo humano" (cf. Ga 1,11). Es necesaria una renovación de nuestra mente por la que nos despojemos de la mente carnal y mundana y acojamos la mente de Cristo (cf. 1 Co 2,16). Como dice Pablo: "Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador" (Col 3,9-10).

En nuestra mano no está el conocer o el encontrar, en nosotros sólo está el buscar; pero si buscamos a Cristo, él nos promete la recompensa, y se va a revelar. Pablo nos exhorta: "Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3,2). Evidentemente, pues quien tenga su voluntad puesta en las cosas del mundo y de la carne no podrá recibir una mente espiritual.

"Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer" (Jn 17,26). La oferta del Señor no pone límite, somos nosotros quienes podemos limitar nuestro conocimiento de Dios. A quien aspira a las cosas de lo alto se le promete llegar a conocer como es conocido (cf. 1 Co 13,12).

lunes, 20 de abril de 2009

Un espíritu de prostitución hay dentro de ellos

“Un espíritu de prostitución hay dentro de ellos” (Os 5,4). La voz de Oseas resuena con autoridad de profeta, portavoz de los juicios terribles de Dios ante los que toda carne tiembla. Si hoy no hay más profetas, uno de los motivos es porque la Palabra de Dios quema, y el profeta es alguien que primero se ha dejado abrasar por la Palabra; tal vez no haya muchos dispuestos a pasar por este fuego.

Las cosas no funcionaban: parecía que los pueblos de alrededor prosperaban más que el pueblo de Dios; se escogieron reyes que les gobernasen e hiciesen de ellos un pueblo fuerte, pero cada vez eran más débiles; llevaban ofrendas a Dios y le hacían sacrificios, pero Dios parecía no escuchar. El pueblo esperaba que el Señor cambiase su suerte, pero... se retrasaba. Conociendo el corazón del hombre, no es difícil imaginar lo que podían pensar: “¿Será que falla Dios? Somos su pueblo, y hacemos todo lo que podemos. ¿Habrá olvidado su alianza?”

La voz del profeta llega sobrecogedora como el trueno en medio de la tormenta y luminosa como el relámpago en la noche: “No les permiten sus obras volver a su Dios, pues un espíritu de prostitución hay dentro de ellos, y no conocen a Yahveh” (Os 5,4).

Sus obras no les permiten volver a Yahveh: van con sus ofrendas queriendo parecer justos, pero el Señor ve sus injusticias; un espíritu de prostitución les lleva a dar culto a Yahveh y confesarlo como su Dios, pero al mismo tiempo tener su mente y su corazón lejos de él. Como la esposa infiel de Oseas, el pueblo también ha sido rescatado por el Señor (cf. Os 3,2), se siente agradecido a su Dios, pero su corazón aún no ha roto con sus prostituciones: tiene querencia hacia la infidelidad, y cuando se presenta la ocasión, sucumbe, porque su voluntad no está entregada por entero al Señor.

El juicio de Dios es claro: “No conocen a Yahveh”. ¿Ellos, que son su pueblo? La falta de una relación verdadera, auténtica, con Dios, demuestra que realmente no le conocen. Y el Señor, mientras, espera que su pueblo rasgue su corazón, extirpe sus prostituciones y le entregue su voluntad: “Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Os 6,6).

¿Y hoy? ¿Pasaríamos la prueba si viniese un nuevo Oseas?

domingo, 19 de abril de 2009

Señor, muéstranos al Padre y nos basta

Felipe lanzó esta petición tan atrevida al Señor: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn 14,8). ¡Parece mentira!, no había descubierto todavía que Jesucristo era uno con el Padre, algo que nosotros sabemos desde pequeños, desde que nos enseñaron el dogma de la Santísima Trinidad. Pero Felipe no pedía una clase de teología, ni una catequesis, estaba pidiendo ver al Padre, tener experiencia del Padre.

Creo que Felipe no se equivocó. Pidió lo mejor que podía pedir y a la persona correcta, al único que se lo podía conceder, porque Jesucristo es la Palabra que existía en el principio, que estaba junto a Dios, y que era Dios (cf. Jn 1,1).

La respuesta de Jesús aparentemente es un reproche, hasta cierto punto desconcertante: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?” (Jn 14,9). Pero es sencillamente la realidad. Si Felipe pidió ver al Padre es porque le faltaba conocimiento del Padre, y siendo Jesús y el Padre uno (cf. Jn 10,30), podemos decir que le faltaba conocimiento de Cristo. Pero lo importante es que desde esta posición, de humildad, y de deseo de conocer al Padre, a través de Cristo, él no lo niega. A continuación, en los siguientes versículos, Jesús comienza una de las más profundas revelaciones del misterio Trinitario de Dios contenidas en la Escritura.

¿Cuál sería la valoración del Señor acerca de nuestro conocimiento de Dios? Tal vez no mucho mejor que la que hizo en relación a Felipe. Pero hay una diferencia, a Felipe no le importó reconocer que a pesar de tanto tiempo siguiendo al Señor, el conocimiento que tenía de él no era mucho, y con simplicidad pedir al Maestro que le mostrase al Padre. Nosotros tal vez ni siquiera lo pedimos.

Ahora ya conocemos la respuesta de Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9), y sabemos que “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Pero dejemos que nos lo cuente, pidamos verle. No nos conformemos con nuestro pobre conocimiento, y digamos como Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta.

sábado, 18 de abril de 2009

Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote

“Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote” (Mc 14,53). ¡Qué encuentro! Por un lado, el Sumo Sacerdote de la antigua alianza, una alianza que no podía salvar, que encerró a todos los hombres en la rebeldía del pecado y los hacía reos de muerte (cf. Ga 3,21-22). Pero al mismo tiempo una alianza que era una imagen de la alianza verdadera, perfecta, que había de llegar, una ley que esperaba su pleno cumplimiento (cf. Ga 3,23-24).

Por otro lado allí estaba Jesucristo, que no era sumo sacerdote, ni siquiera era sacerdote según la antigua alianza, porque no pertenecía a la tribu de Leví, no era de la casta sacerdotal. ¡Pero era el Hijo de Dios! Nadie podría ejercer un sacerdocio, una mediación mejor que él, el Hijo de Dios (cf. Mt 16,16) e Hijo del hombre (cf. Mt 8,20). Él era el verdadero sumo sacerdote, “que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día como aquellos sumos sacerdotes, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo; y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hb 7,27).

Aquí estaban, el artífice de la nueva alianza frente al Sumo Sacerdote de la antigua. Pero en lugar de reconocer y aceptar con gozo la llegada del que había de dar pleno cumplimiento a lo que hasta entonces tan sólo eran promesas, el Sumo Sacerdote se sintió amenazado en su posición, y condenó a Jesucristo. Era preferible seguir como hasta entonces, aunque no hubiese salvación ni vida eterna para nadie, pero tener el control de la situación, no ser despojados de sus privilegios, por otra parte ridículos comparados con la nueva condición que se iba a alcanzar a través de Jesucristo.

¡Pero es que Jesucristo ni siquiera había nacido en la tribu de Leví!, se podía quejar el Sumo Sacerdote. ¡Si al menos hubiera sido uno de ellos...! Pero Dios no hizo las cosas así. El Hijo es Sacerdote por derecho propio (cf. Hb 5,5), no necesitando que nadie le dé el visto bueno, ni cumplir las normas de un sacerdocio caduco que tan sólo era una imagen de lo que él iba a realizar.

Pensamos que la ceguera de aquel Sumo Sacerdote fue enorme, pero tal vez no nos damos cuenta de que podemos caer en el mismo error. ¿Cuándo? Cada vez que damos por sentado cómo tiene que ser nuestra oración, o el culto que damos a Dios, desatendiendo la llamada que el Señor nos hace a adorarle en espíritu y verdad; cada vez que interpretamos la Palabra de Dios para defender nuestras seguridades, no dejándonos tranformar mediante la renovación de nuestra mente; cada vez que valoramos la comunidad cristiana como cualquier otro grupo humano y no como una realidad espiritual... ¿Es necesario seguir?

También hoy es posible vivir con una mentalidad antigua, y no aceptar las nuevas realidades, porque nos hacen “perder el control”. Pero Dios hace las cosas así. El peor engaño es no cambiar, y además pretender defender nuestra posición “en nombre de Dios”.